Estaba preparando una entrada
sobre los cíclopes pirenaicos, por seguir con el congreso de Graus, cuando he
oído la noticia de que en la Vall de Boí, en la Alta Ribagorça catalana, la
estación de esquí puede cerrar y dejar sin trabajo a 400 personas, que es como
decir a todo el valle.
Acababa la entrada precedente
sugiriendo que las anteriores décadas de enriquecimiento tal vez sean un
espejismo en la secular pobreza pirenaica. En Boí, las iglesias románicas de
altos campanarios y magníficas pinturas se alzaron gracias al botín de la conquista de Barbastro,
hasta entonces bajo poder árabe.
Dicen quienes saben de esto que el románico de
Boí ya estaba anticuado para cuando se construyó. Durante siglos fue
despreciado por las pocas personas “cultas” que se interesaron por el valle,
desde Alfonso el Magnánimo, típico ejemplo de humanismo renacentista criado en
Sicilia (¡imagínense el contraste!) hasta el ilustrado dieciochesco Francisco Zamora,
que afirmó no haber hallado ningún edificio monumental o artístico. El romanticismo
decimonónico y la Renaixença catalana sí las consideraron patrimonio. Pero… ¿lo
pusieron en valor? ¿Llevarse sus pinturas al Museo Nacional d’Art de Catalunya,
es decir, a Barcelona, es salvaguarda o expolio? En su momento, las gentes del
lugar entendieron lo segundo. ¿Se habrían conservado mejor o peor in situ? ¿O tal
vez habrían acabado en Boston, junto a otras obras de arte? El caso es que
ahora, declaradas Patrimonio de la Humanidad, son el gran motor económico del
valle… después de la nieve. También les ha llegado la crisis, y el número de
iglesias permanentemente abiertas pasa de seis a dos. La noticia no lo
especificaba, pero parece que por descenso del número de visitantes, tal vez al
dejar de subir a esquiar.
Del cambio de percepción de la
montaña y del patrimonio cultural se habló mucho en el VII Col·loqui d’Estudis
Transpirinencs celebrado en Salardu (Val d’Aran) en otoño de 2011. Cómo no, ya
entonces se habló mucho de la crisis y del peligro de centrar casi toda la
actividad económica en torno a la nieve en estos tiempos de cambio climático. Y
se proponía diversificar, por ejemplo poniendo en “otro” valor naturaleza y
cultura, algo que, entre otras cosas, podría repartir la presión demográfica y
medioambiental que sufren (o se benefician, según se mire) puntos muy concretos.
Tampoco se caía en un optimismo ingenuo: ni es fácil, ni es viable a corto
plazo, ni es una buena opción expandir los problemas aparejados a la oferta
turística actual.
En la visita del Col·loqui al renovado Museo de la Val d'Aran, en Vielha, comprobamos que el discurso ha incorporado la nueva realidad económica y social del valle, basada en el turismo y el esquí. |
Por tanto, no pretenderé que una
propuesta de puesta en valor turístico del patrimonio inmaterial pirenaico baste
como alternativa válida al actual estado de cosas económicas; pero tal vez sí
vaya en la misma dirección de un desarrollo natural y culturalmente sostenible,
cuya aplicación en todo caso no sería perjudicial. En Boí, valle rico en
patrimonio inmaterial, es factible, pues no es nada difícil hallar paralelismos
entre sus mitos y los de otros rincones pirenaicos.
Como ya hablé de las encantarias
en la anterior entrada, me centraré en un patrimonio también románico que pasa
desapercibido ante Sant Climent y Santa María de Taüll. En Sant Quirc se ubica una interesante interptetación de un
ritual conocidísimo en todo el Pirineo y mucho más lejos: las aspersiones o
inmersiones rituales de imágenes santas para propiciar la lluvia en tiempos de
sequía.
San Quirc, como otras ermitas dedicadas al mismo santo, marca un hito en el paisaje. |
De los abundantes ejemplos, me gusta emparejar el de Taüll, cuya “regañina
y mojadura” al santo por las mujeres del pueblo provocó un aguacero, con la
versión de Santiagotxo de Hondarribia.
Hasta que leí la versión de Coll en Muntanyes Maleïdes, pensé que la
hondarribiarra era una versión gamberra, proveniente del padre de una amiga
(hola, Arantxa), de la misma generación y extracción sociocultural que mi
padre. Ambos se llamaban Julián, nacieron cerca de Santiagotxo, eran obreros de
primera generación provenientes de familias campesinas y preferían expresarse
en castellano (identificaban el euskara con la generación anterior y el mundo
rural, es decir, un pasado a superar: recuerden lo que decía en la entrada precedente
sobre la transmisión lingüística). Y ambos reinterpretaban relatos míticos de
forma muy irreverente… críticos y a la vez más enraizados de lo que creían en la
tradición oral. Según Julián de Maidanea (mi padre era de Komentutxikiberri),
sacaron al santo en procesión y no llovió. Lo volvieron a sacar, y tampoco. A
la tercera le dijeron: “Bueno, Santiagotxo, o somos o no somos” y lo tiraron a
un pozo. Y llovió.
No es de despreciar el valor de
que tanto Santiagotxo como Sant Quirze son más topónimos, nombres de lugar, que
personajes. Aunque la conclusión más inmediata es que la religiosidad popular, incluso cuando aparentemente es ridiculizada, es muy pragmática: ¿para qué sirve un santo si no funciona?