En lo concerniente a este blog, lo que me llamó la atención
fue una escultura de San Onofre datada en el 1500, obra de Alejo de Vahía.
Inmediatamente me vino a la cabeza la ermita de Sant Onofre, en el municipio alt empordanès de Palau-Saverdera, muy
cerca de Sant Pere de Roda, de visita obligada. De hecho, hacia allí nos
encaminábamos cuando vimos la desviación a la ermita. Entonces, en nuestra
ignorancia, solo disfrutamos de las magníficas vistas sobre el Empordà. Después
leí, en la obra de Joan Amades “La terra: tradicions i creences”, que el santo
eremita pasó tanto tiempo rezando en la cueva cercana que dejó la marca de sus
rodillas ensangrentadas sobre la piedra, lo que justifica el color rojizo de un
par de oquedades.
Si entran en la página web del Museo Nacional de Escultura y
teclean Onofre en el catálogo, hallarán tres imágenes: la expuesta en San
Telmo, con sus rodillas peladas; otra, atribuida a Anchieta, que recuerda en
sus barbas al Moisés de Miguel Ángel (no lo digo yo, lo dice la ficha del
catálogo); una más, en la que el santo aparece directamente de rodillas sobre
una roca.
Que la religiosidad popular ubique en su propio terreno a un
santo persa del s. V que se retiró al desierto egipcio nada tiene de extraño.
De hecho, tal vez el proceso haya sido al revés y se ha cristianizado en una
advocación poco frecuente (eso sí, de santo eremita) una piedra que ha
despertado la imaginación de sus habitantes. Señales en piedra son habituales
en todo el Pirineo y bastante más lejos. La Virgen, San Miguel, el diablo, o
sus monturas, han dejado rastro por aquí y allá. También Roldán, los gentiles,
los moros, les encantades, las lamias y otros personajes míticos
Cuando vi la escultura de San Onofre, un personaje peludo
como un oso (y no lo digo solo porque el oso sea un animal peludo), apenas cubierto
con vestimenta vegetal y con las rodillas peladas, no pude evitar la relación. Al
leer la etiqueta con detalle, y más tarde entrar en el catálogo del Museo de
Valladolid, comprobé que esta vinculación entre santidad/salvajismo, en
apariencia conceptos distantes, no era tan rara, al contrario. Y teniendo en
cuenta la abundante presencia del “hombre salvaje” (más que la mujer, aunque
también existe) en el Pirineo, incluso su institucionalización, como muestran
quienes sostienen el escudo de Gipuzkoa desde por lo menos el siglo XVI,
no me
pareció descabellado pensar que Sant Onofre cristianizó una figura y un lugar
con un significado concreto anterior. Viendo dónde está, en un paraje agreste y
boscoso (Selva de Mar y El Port de la Selva están en la otra vertiente de la
misma serralada) aún hoy, me resulta más creíble.